miércoles, 18 de junio de 2014

Interdicto


Debería existir un castigo
doloroso pero no letal, equivalente a la mano cortada al ladrón
o a los ojos arrancados en pecado,
para quien menosprecie las palabras,
ignore el poder que ellas tienen y las guarde para sí.
Debería tal criminal
ser condenado a la soledad, al silencio, al oprobioso runrún de las metrópolis
que deja a su paso dolores insepultos y carcazas putrefactas.
Deberían todos los te quieros y los agravios
y las poesías y los ensayos
amotinarse frente al codicioso y exigirle liberación inmediata,
un habeas corpus a la expresión.
Pero tal vez no;
quizás sea suficiente
con dejar que ellas mismas florezcan dentro del que las calla,
que estallen en adverbios y adjetivos, en parábolas y prosas
y se dispersen y desborden por sus más escondidos recodos,
broten en la punta de sus dedos y en su lenguas tumefactas,
y pavimenten con estrellas su afligida existencia.

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